El Tesoro del Choqueyapu
El río Choqueyapu es el que cruza todo el centro paceño.
Muy cerca de un pueblito vivía hace muchísimo tiempo un hombre sin más compañía que la de un perro. No se sabía de donde había llegado, pero vivía a una milla de la aldea, en una antigua ermita abandonada.
Cada mes se dirigía a la aldea a buscar lo necesario para su subsistencia y pagaba con brillantes pepitas de oro puro. Su aspecto era bondadoso su mirada dulce y perdida en la lejanía.
El hombre dejó de hacer sus acostumbradas visitas a las tiendas de la aldea. La noticia de la enfermedad del hombre misterioso cundió en la aldea. Casi todos los vecinos resolvieron ir a visitarlo.
Entre la comitiva de aldeanos estaban Luquitas e Isabelita, dos pobres huerfanitos que vivían en la aldea.
En cuanto supieron que el solitario de la ermita estaba enfermo, ellos, bajo el impulso de su buen corazón se propusieron ir a la ermita a auxiliar al solitario.
Los aldeanos fueron invadiendo totalmente la habitación, se concretaron a examinar todos los rincones, esperando siempre encontrar el depósito de oro que tanto codiciaban. Más, no hallaron ni la menor huella del precioso metal.
Sólo cuando todos se hubieron alejado, los dos niños se atrevieron a entrar en la ermita. Se acercaron al lecho del enfermo.
Luquitas, muy preocupado con su papel de médico había echado unas gotas de una botella, después extrajo el ungüento que tenía en una cajita y con ambas cosas comenzó a hacer fricciones en el pecho del enfermo.
El solitario no pudo contener más tiempo su emoción y, olvidando su estado, extendió los brazos y estrechó tiernamente contra su corazón a sus dos pequeños enfermeros y los adoptó como hijos.
El enfermo, ya reconfortado, les dijo que por primera vez les contaría el secreto de su vida y la causa de su misteriosa conducta con los aldeanos.
Relató que vivía en un lejano país en compañía de su esposa y sus dos pequeños hijos. Él trabajaba en un banco, pero un día ocurrió un robo y lo acusaron, no logró demostrar su inocencia por lo que fue enviado a la cárcel.
Al poco tiempo su esposa murió de pena y sus dos hijos quedaron desamparados y más tarde murieron en la miseria. Cuando salió de la cárcel recién se enteró de la muerte de su familia, por lo que decidió refugiarse lo más lejos de su ciudad natal y llegó a esas tierras.
Cuando quiso nivelar la tierra para entablar la húmeda habitación se encontró con una gruesa plancha de cobre macizo, que era la entrada a alguna cámara secreta. Al día siguiente y con la ayuda de su leal cachorro descubrió una especie de palanca del mismo metal que la plancha. La cámara era una gran sala de piedra, semejante a las construcciones de Tiahuanaco.
En cada esquina estaba en actitud de guardia una enorme chullpa o momia. Contra una de las paredes estaban apilados más de cincuenta cofres de cobre macizo, que contenía bolsas de cuero llenas de pepitas de oro nativo.
Esas ricas pepas de oro no podían pues ser otras que las recogidas entre las arenas del río Choqueyapu.
Como ya era tarde fueron a dormir, dejando para el siguiente día todos los nuevos planes de vida que debía seguir en adelante la nueva familia.
Pasaron los días, y los niños ya no se separaron más de su protector. Al contrario, cada día se fueron queriendo más y más. El hombre, radiante de dicha, los acariciaba, y los niños besaban al hombre llamándole papá.
La noticia de que los dos huerfanitos, antes tan pobres y abandonados, habían comprado lindos vestiditos, se extendió rápidamente por la aldea.
El celoso corregidor, que era tanto o más ambicioso que los demás, halló muy fácil portarse con rigor con esos dos pequeños desamparados y los citó a un severo interrogatorio.
Luquitas y su hermanita, que ya presumían el oculto intento de ese interrogatorio, se propusieron no decir una sola palabra.
Irritado por ello el corregidor, los hizo cerrar en un lóbrego y húmedo calabozo. Al cabo de veinticuatro horas los sacaron de allí para ser cruelmente azotados; les dieron otras veinticuatro horas para que confesaran, amenazándoles con la horca si no accedían.
El perro guardián logró llegar al calabozo y luquitas arrancando parte de su camisa escribió lo que sucedió y se la envió a su protector con el cachorro.
Cuando se enteró de lo ocurrido preparó un plan y fue donde el corregidor para pedir la libertad de los niños. Lo primero que se le pidió fue un crecido rescate. Sin titubear, sacó debajo de su capa un puñado de pepitas de oro.
Después, los niños quedaron libres y el solitario junto a ellos se fueron a la ermita; sin embargo, los aldeanos estaban llenos de codicia.
Los pobladores llegaron a la ermita, dispuestos a apropiarse del codiciado tesoro para demostrar al extranjero que estaban resueltos a todo, comenzaron a disparar sus armas de fuego.
Antes el solitario había ordenado a sus hijos adoptivos sacar 100 bolsas con pepitas de oro, mientras él entretenía a los pobladores. Al final acepto su petición y decidió mostrarles la cámara secreta, lo ambiciosos ya no distinguían entre amigos, hijos o hermanos y se peleaban unos contra otros derramando sangre hasta que no quedó sobreviviente.
En tanto la nueva familia se alejó del lugar y viajaron a empezar una nueva vida en Europa, llevándose el secreto de la ubicación de la cámara secreta.
La leyenda de la papa
En tiempos muy remotos, nuestro país lo habitaban los sapallas que estaban orgullosos de su suelo. Sus majestuosos montes nevados, su pampa inmensa y solemne, su cielo diáfano y purísimo, su lago legendario, sus aves, sus flores, todo.
Año tras año, los sapallas después de arar, sembrar y regar constantemente sus inmensos campos, cuando llegaba el día de la cosecha, miraban llenos de indignación como llegaban los Karis y recogían con sus propias manos los abundantes frutos que tanto trabajo y fatiga les había costado.
Los Karis, después de colmar sus depósitos y graneros, recién permitían a sus esclavos entrar a los campos a recoger los desperdicios de la cosecha.
Por ese tiempo vivía entre la raza de los sapallas un niño llamado Choque. Tenía apenas quince años y era el último descendiente de los jefes sapallas. (…) Los orgullosos Karis, sabiendo que Choque era de noble origen, querían humillarlo más que a los demás y le ordenaban cumplir los más bajos oficios.
Pachacamaj, el Dios de los dioses, resolvió bajar a la tierra en forma de un bellísimo cóndor blanco. Desde la altura de las nubes, comenzó a avizorar la ubicación de Choque.
El cóndor, rápido como un rayo se dejó caer verticalmente, deteniéndose sobre una roca, junto a la cual estaba el pequeño tocando su flauta de carrizo.
Choque, azorado por la presencia del raro animal, agarró su onda para lanzarle un proyectil. Pero el cóndor, al ver la actitud hostil del joven.
Asombrado y lleno de curiosidad se acercó al cóndor, quien le dijo que sus dioses resolvieron protegerlos de la crueldad de sus opresores.
El joven sapalla aseguró que estaba dispuesto a todo para liberar a su pueblo.
El cóndor le pidió que subiera a la cumbre más alta de aquel monte, donde encontraría un montón de semillas desconocidas para los hombres.
Le recomendó que en tiempo de siembra la echen en los surcos en lugar de la quinua, oca, kañahua y otros productos que hasta ahora cultivan. Cuando venga la cosecha y vean sus resultados, entonces comprenderán los sapallas que cuentan con la ayuda de los dioses.
Llegado el mes de las cosechas, los Karis comenzaron la recolección de los nuevos frutos. Y fue tal su ambición que no dejaron ni una sola para sus esclavos.
Los sapallas resignados, después de presenciar desde cierta distancia la ávida cosecha, se retiraron a sus casas con las manos vacías.
Cuando las últimas hojas de las plantas se agitaron el ave blanca ordenó a Choque que, aprovechando de las noches de luna, escarben entre la tierra de los surcos.
Los sapallas vieron con gran sorpresa que las raíces de las plantas que habían sembrado terminaban en unos raros tubérculos. Cocinaron algunas en el fuego y comprobaron que era un alimento exquisito cual nunca habían conocido.
Era tan abundante la nueva cosecha que tuvieron que emplear treinta noches en transportarla, guardándola cuidadosamente en ocultas cuevas de las montañas.
El pequeño jefe, les habló cálidamente del ideal de libertad y les ordenó que fueran preparando secretamente sus hondas y sus flechas para el día del levantamiento.
Mientras tanto, los Karis, cuando comenzaron a servirse de los frutos verdes como alimento, empezaron también a sufrir terribles trastornos en su organismo, cada día morían centenares de Karis. Los restantes, o enfermaban gravemente.
Muy tarde ya se dieron cuenta de que los nuevos frutos eran la causa de su desastre. Entonces, encolerizados contra los esclavos, quisieron castigarlos cruelmente. Mas el mismo día Choque, desde lo alto de una cumbre, tocó su cuerno de guerra dando la señal del levantamiento.
Los sapallas, fuertes y decididos, salieron a luchar contra sus opresores. Los Karis, sorprendidos por el repentino denuedo de los sapallas, no atinaron a atacar, ni siquiera a defenderse.
Choque, a la cabeza de los suyos, cayó con ímpetu nunca visto sobre los Karis y los derrotó completamente.
La leyenda del majestuoso Illimani
Cuenta la historia que el hijo de Huiracocha, Illi, conoció a Mana, la hija desterrada por su propio padre, el temible Furia Keschua.
La jovencita disfrutaba mucho cantar lo que enamoró a Illi, pero existía una rivalidad entre ambas familias que hacía que su relación sea imposible.
Pese a las adversidades Illi, inspirado por el cantar de su amada, decidió casarse con ella en contra de todos.
El día del casamiento, los habitantes del valle fueron testigos del levantamiento de un inmenso nevado, blanco e imponente, que se erigió sobre la ciudad mientras la hermosa Mana desaparecía sin dejar rastros.
Mana se había convertido en el inmenso y bello nevado, de 6 mil metros de altura, su nieve es símbolo del vestido blanco que había escogido para su boda.
Ante la pena e ira de Illi, su padre, Huiracocha, decidió convertir a su hijo en la brisa que cubre la cumbre de su amada, así se quedaron juntos por toda la eternidad.
Mucho tiempo después se hizo presente en el lugar el Inca Pachacútej, quien al conocer la historia de amor de ambos jóvenes nombró al cerro nevado Illimani, en honor a Illi y Mana.
La leyenda de la Isla del Sol
Cuentan los relatos que un día el dios Inti (Sol) miró hacia abajo y que lo que vio no le gustó lo que vio en la tierra, porque la humanidad vivía en discordia, desconocían la agricultura, no sabían construir herramientas e ignoraban cualquier tipo de norma de comportamiento social.
Inti decidió enviar a Manco Capac y su esposa, Mama Ocllo, a la pequeña isla del lago Titicaca para que enseñen a la gente los fundamentos de la civilización.
Él enseñó a los hombres los rudimentos de la agricultura; ella se encargó de que las mujeres se convirtieran en buenas trabajadoras y hábiles artesanas.
Inti encargó a la pareja que buscara un lugar apropiado y fértil para fundar una ciudad que fuera cuna de un imperio. Y de allí salieron en busca del lugar señalado, donde un par de siglos después sería la ciudad de Cuzco, centro político de la cultura incaica.
“Érase que se era una joven india tan bella como graciosa, hija del cacique de cierta tribu que moraba en un claro de la selva. Amaba y era amada de un mozo de la misma tribu, apuesto y valiente, pero acaso más tierno de corazón de lo que cumple a un guerrero.
Al enterarse de aquellos amores el viejo cacique, que era a la vez consumado hechicero, no hallando al mozo merecedor de su hija, resolvió acabar con el romance del modo más fácil y expedito. Llamó al amante y valido de sus artes mágicas le condujo a la espesura, en donde le dio alevosa muerte.
Tras de experimentar la prolongada ausencia del amado, la indiecita cayó en las sospechas y fue en su búsqueda selva adentro. Al volver a casa con la dolorosa evidencia, increpó al padre entre sollozo y sollozo, amenazándole con dar aviso a la gente del crimen cometido.
El viejo hechicero la transformó al instante en ave nocturna, para que nadie supiera lo ocurrido. Pero la voz de la infortunada pasó a la garganta del ave y a través de ésta siguió en el inacabable lamento por la muerte del amado.
Tal es lo que referían los comarcanos sobre el origen del guajojó y su flébil canto de las noches selváticas.”
Hernando Sanabria
La Paz, Bolivia (1996)
El Jichi
Para explicar lo que es el jichi conviene ante todo tomar el sendero que conduce a los tiempos de hace ñaupas y entrar en la cuenta, para este caso parcial, de cómo vivían los antepasados de la estirpe terrícola, antiguos pobladores de la llanura. Gente de parvos menesteres y no mayores alcances, la comarca que les servía de morada no les era muy generosa, ni les brindaba fácilmente todos los bienes necesarios para su subsistencia.
Para hablar del principal de los elementos de vida; el agua no abundaba en la región. En la estación seca se reducía y se presentaban días en que era dificultoso conseguirla. Así en los campos de Grigotá, en la sierra de Chiquitos y en las dilatadas vegas circundantes de ésta.
De ahí que aquellos primitivos aborígenes pusieron delicada atención en conservarla, considerándola como un don de los poderes divinos, y hayan supuesto la existencia de un ser sobrenatural encargado de su guarda. Este ser era el Jichi.
Es mito compartido por mojos, chanés y chiquitos que este genius aquae paisano vivía más que todo en los depósitos naturales del líquido elemento. Para tenerle satisfecho y bien aquerenciado había que rendirle culto y tributarle ciertas ofrendas.
Los españoles del reciente aposentamiento en la tierra recogieron la versión y consintieron en el mito, con poco o ningún reparo. Con mayor razón sus descendientes los criollos, tan consustanciados con la tierra madre como los propios aborígenes, y máxime si tienen en las venas algunas gotas de la sangre de éstos.
Como todo ser mítico zoomorfo, el jichi no pertenece a ninguna de las clases y especies conocidas de animales terrestres o acuáticos. Medio culebra y medio saurio, según sostienen los que se precian de entendidos, tiene el cuerpo delgado y oblongo y chato, de apariencia gomosa y color hialino que le hace confundirse con las aguas en cuyo seno mora. Tiene una larga, estrecha y flexible cola que ayuda los ágiles movimientos y cortas y regordetas extremidades terminadas en uñas unidas por membranas.
Como vive en el fondo de lagunas, charcos y madrejones, es muy rara la vez que se deja ver, y eso muy rápidamente y sólo desde que baja el crepúsculo.
No hay que hacer mal uso de las aguas, ni gastarlas en demasía, porque el jichi se resiente y puede desaparecer. No se debe arrancar las plantas acuáticas que crecen en su morada, de tarope para arriba, ni apartar los granículos de pochi que cubren su superficie. Cuando esto se ha hecho, pese a las prohibiciones tradicionales, el líquido empieza a mermar, y no para hasta agotarse. Ello significa que el jichi se ha marchado.”
Comentarios
Publicar un comentario